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¿Qué c%@&$ pasó en WOODSTOCK 99?

  • Foto del escritor: Gabriel Omar Mendoza Flores
    Gabriel Omar Mendoza Flores
  • 22 mar
  • 3 Min. de lectura

Imagina esto: Julio de 1999, un calor de la patada, casi 40 grados, sudor pegajoso, y un mar de gente con pantalones cargo y camisetas empapadas. Llegaste al festival del milenio, el heredero del Woodstock original, el que prometía revivir la esencia de paz y amor de los 60’s pero con la energía del nuevo siglo. Lo que no sabías es que, en unos días, estarías atrapado en un caos infernal de incendios, violencia y desenfreno absoluto.


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El evento se llevó a cabo en una base aérea abandonada en Roma, Nueva York. ¿Una base aérea? Sí, en lugar de pastizales hippies, la gente estaba bailando sobre asfalto ardiente, como si estuvieran en el estacionamiento de un Plaza Vea en pleno verano. Y el calor no era solo por el clima, era un caldo de cultivo de frustración. Todo estaba diseñado para exprimir hasta el último sol de los asistentes: agua a 4 dólares, comida a precios ridículos, baños colapsados y seguridad que, en el mejor de los casos, era incompetente y en el peor, inexistente.

El primer día, la energía estaba alta. Korn destrozó el escenario principal con una de las actuaciones más intensas del festival, y la multitud estaba entregada. Pero también se notaban los primeros signos de caos: filas interminables para comprar agua, baños que empezaban a parecer escenas de una película postapocalíptica y reportes de agresiones entre asistentes. La organización ya estaba fallando, y apenas era el comienzo.

Cuando Limp Bizkit subió al escenario el sábado, Fred Durst se convirtió en el profeta de la anarquía. Break Stuff sonó y fue como si alguien hubiera apretado el botón de autodestrucción. La gente arrancó paneles de madera de las torres de sonido, destruyeron estructuras, se subieron a los escenarios y convirtieron el festival en un motín. Un grupo de asistentes comenzó a surfear sobre puertas arrancadas de los baños portátiles. La seguridad no podía hacer nada. El control ya se había perdido.

El último día, el calor, el cansancio y la falta de higiene habían convertido el ambiente en un polvorín listo para explotar. La gota que derramó el vaso fue cuando los organizadores pensaron que era buena idea repartir velas para un “momento de paz” en honor a las víctimas de la masacre de Columbine. ¿Qué hizo la gente con ellas? Incendiaron todo. Carpas en llamas, torres de sonido derrumbándose, fuego iluminando el cielo mientras los Red Hot Chili Peppers tocaban Fire de Jimi Hendrix. Las imágenes parecían sacadas de una guerra, con personas bailando frente a las llamas y saqueos a los puestos de comida y mercancía.

Mientras el festival llegaba a su fin, los reportes eran aterradores: agresiones sexuales en la multitud, robos, destrucción masiva de infraestructura y cientos de personas heridas. Las autoridades tardaron en reaccionar, y cuando lo hicieron, ya era demasiado tarde.

Las noticias al día siguiente hablaban de saqueos, violencia descontrolada y un fracaso absoluto de la organización. No fue un festival. Fue un experimento social que salió horriblemente mal.

¿La moraleja? No todo lo que fue icónico en el pasado puede ser revivido con éxito. Y sobre todo, que si metes a 250 mil personas en una olla de presión sin escape, no puedes sorprenderte cuando explote.

Ese día, Woodstock dejó de ser un ideal y se convirtió en un chiste. Un recordatorio de que, a veces, la nostalgia nos hace cometer errores. Porque lo que pasa en los 60’s, mejor se queda en los 60’s.

 
 
 

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